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Vanina Vanini (espagnol)

Publié le 22/05/2015

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Era una noche de primavera de 182... Toda Roma estaba en movimiento: el duque de B., el fa­moso banquero, daba un baile en su nuevo palacio de la plaza de Venecia. Para embellecimiento del mismo, se había reunido en él todo lo más esplén­dido que el lujo de París y de Londres puede produ­cir. La concurrencia era inmensa. Las rubias y circunspectas beldades de la noble Inglaterra habían recabado el honor de asistir a aquel baile; llegaban en gran número. Las mujeres más hermosas de Roma les disputaban el trofeo de la belleza. Acom­pañada por su padre, llegó una joven a la que el fue­go de sus ojos bellísimos y su cabello de ébano pro­clamaban romana. En toda su apostura, en todos sus gestos, trascendía un singular orgullo. Los extranjeros que iban llegando se quedaban asombrados ante la magnificencia de aquel baile. «Ni las fiestas de ningún rey de Europa se pueden comparar con esto», decían. Los reyes no tienen un palacio de arquitectura romana y se ven obligados a invitar a las grandes damas de su corte, mientras que el duque de B. no invita más que a las mujeres bonitas. Aquel día tuvo suerte en su convite; los hom­bres estaban deslumbrados. Entre tantas mujeres destacadas, hubo que decidir cuál era la más bella: la elección no fue rápida, pero al fin quedó proclama­da reina del baile la princesa Vanina, aquella joven de pelo negro y ojos de fuego. Inmediatamente los extranjeros y los jóvenes romanos abandonaron todos los demás salones y se aglomeraron en el que ataba ella. El príncipe, don Asdrúbal Vanini, quiso que su hija bailara en primer lugar con dos o tres reyes so­beranos de Alemania. Después, Vanina aceptó las invitaciones de al­gunos ingleses muy buenos mozos y muy nobles, pero su porte tan estirado la fastidió. Al parecer, la divertía más mortificar al joven Livio Savelli, que parecía muy enamorado. Era el joven más brillante de Roma y; además, también él era príncipe; pero, si le dieran a leer una novela, a las veinte páginas la tiraría diciendo que le daba do­lor de cabeza. Esto era para Vanina una desventaja. A medianoche se difundió por el baile una noti­cia que suscitó bastante interés. Un joven carbo­narlo que estaba detenido en el fuerte de Sant´Angelo acababa de fugarse, disfrazado, aquella noche y, con un alarde de audacia romancesca, al llegar al último cuerpo de guardia de la prisión, ha­bía atacado a los soldados con un puñal; pero re­sultó herido, los esbirros le seguían por las calles siguiendo el rastro de su sangre y se esperaba que le cogerían. Mientras contaban esta anécdota, don Livio Sa­velli, deslumbrado por las gracias y los triunfos de Vanina, con la que acababa de bailar, le decía, al acompañarla a su sitio y casi loco de amor: -Pero, por Dios, ¿quién puede conquistar su agrado? -Ese joven carbonarlo que acaba de fugarse -le contestó Vanína-. Por lo menos, ése ha hecho algo más que tomarse el trabajo de nacer. El príncipe don Asdrúbal se acercó a su hija. Es un hombre rico que lleva veinte arios sin hacer cuentas con su administrador, el cual le presta sus propias rentas a un interés muy alto. Cualquiera que le encuentre en la calle le tomará por un viejo actor, sin observar que lleva en las manos cinco o seis sortijas enormes con unos diamantes gordísimos. Sus dos hijos se hicieron jesuitas y luego murieron locos. El padre los ha olvidado, pero le contraría mucho que su hija única, Vanina, no quiera casarse. Tiene ya diecinueve años y rechaza partidos brillan­tísimos. ¿Por qué razón? Por la misma que tuvo Sila para abdicar: su desprecio por los romanos. Al día siguiente del baile, Vanina observó que su padre, el más negligente de los hombres y que jamás se había tomado el trabajo de coger una llave, cerra­ba con mucho cuidado la puerta de una pequeña escalera que subía a unas habitaciones situadas en el tercer piso del palacio. Estas habitaciones tenían unas ventanas que daban a una terraza con naranjos. Vanina fue a hacer unas visitas en Roma; al volver a casa se encontró con que la puerta principal estaba interceptada por los preparativos de una ilumina­ción, y el coche entró por los patios de atrás. Vanina miró hacia arriba y le extrañó que estuviera abierta una de las ventanas del piso que con tanto cuidado había cerrado su padre. Se desprendió de su señora de compañía, subió a los desvanes del palacio y a fuerza de buscar dio con una ventanita enrejada que daba a la terraza de los naranjos. La ventana abierta que le había llamado la atención estaba a dos pasos. No cabía duda: en aquella habitación había alguien, pero ¿quién? Al día siguiente, Vanina consiguió la llave de una pequeña puerta que daba a la terraza de los naranjos. Se acercó callandito a la ventana, que seguía abierta. Una persiana impedía que la vieran desde dentro. A1 fondo de la habitación había una cama y en la cama una persona. Su primera reacción fue retirarse, pero vio en una silla un vestido de mujer. Mirando mejor a la persona que estaba en la cama, observó que era rubia y parecía muy joven. Ya no le cabía duda de que era una mujer. El vestido que estaba en la silla tenía manchas de sangre, lo mismo que los zapatos de mujer que se veían sobre la mesa. La desconocida hizo un movimiento y Vanina se dio cuenta de que estaba herida. Le cubría el pecho una gran franja de tela manchada de sangre, y aque­lla franja estaba sólo atada con dos cintas; no era un cirujano quien así se la puso. Vanina observó que todos los días, a eso de las cuatro, su padre se encerraba en sus habitaciones y en seguida subía a ver a la desconocida; luego baja-ba y se iba a casa de la condesa Vitteleschi. Nada más salir él, Vanina subía a la pequeña terraza desde donde podía ver a la desconocida. Su sensibilidad estaba muy interesada por aquella joven tan desgra­ciada; intentaba adivinar su aventura. El vestido en­sangrentado que estaba sobre la silla había sido apuñalado varias veces. Vanina podía contar los desgarrones. Un día vio mejor a la desconocida: te­nía los ojos, azules, fijos en el cielo: La joven prin­cesa tuvo que esforzarse mucho por no hablarle. Al día siguiente, Vanina se atrevió a esconderse en la pequeña terraza antes de que llegara su padre. Vio a don Asdrúbal entrar en la habitación de la descono­cida. Llevaba una cestita con provisiones. El prínci­pe parecía preocupado y no dijo gran cosa. Además, hablaba tan bajo que, aunque la puertaventana esta­ba abierta, Vanina no pudo oír sus palabras. El príncipe se marchó en seguida. «Muy terrible tiene que ser lo que le pasa a esta pobre mujer se -dijo Vanina-, para que mi padre, con su carácter tan despreocupado, no se fíe de na-die y se tome la molestia de subir todos los días veinte escalones.» Un día, Vanina acercó un poco la cabeza a la ventana de la . desconocida, se encontraron sus mi­radas y se descubrió todo. Vanina cayó de rodillas y exclamó: -La quiero; cuente conmigo. La desconocida le hizo seña de que entrara. -Le pido mil perdones -se disculpó Vanina-. ¡Qué ofensiva debe de parecerle mi curiosidad! Le juro que guardaré el secreto y que, si me lo exige, no volveré más. -¿Quién no se sentiría feliz por verla? -dijo la desconocida-. ¿Vive usted en este palacio? -¡Claro que sí! Pero veo que no me conoce: soy Vanina, hija de don Asdrúbal. La desconocida la miró con gesto de sorpresa, se sonrojó vivamente y añadió: -Dígnese permitirme esperar que vendrá a ver­me todos los días; ahora bien, desearía que el prín­cipe no se enterase de sus visitas. A Vanina le palpitaba fuertemente el corazón. Las maneras de la desconocida le parecían suma­mente distinguidas. Sin duda aquella pobre mucha­cha había ofendido a algún hombre poderoso. ¿No habría matado a su amante en un arrebato de celos? Vanina no podía atribuir su desgracia a una causa vulgar. La desconocida le dijo que había recibido en la espalda una herida que le había?,? llegado al pe­cho y le dolía mucho. A veces se le llenaba la boca de sangre. -¡Y no tiene un cirujano! -Ya sabe usted que en Roma -dijo la desconoci­da- los cirujanos tienen que dar parte a la policía de todas las heridas a que atienden. El príncipe se dig­nó vendarme las mías con este lienzo. La desconocida evitaba con una naturalidad per­fecta compadecerse de su accidente; Vanina la que­ría ya con locura. Pero a la joven princesa le chocó mucho una cosa: que en una conversación eviden­temente tan seria, a la desconocida le costara mucho trabajo contener unas ganas repentinas de reír. -Me gustaría mucho -le dijo Vanina- saber su nombre. -Me llamo Clementina. -Bueno, querida Clementina, mañana a las cinco vendré a verla. A1 día siguiente, Vanina encontró muy mal a su nueva amiga. -Le voy a traer un cirujano -le dijo, besándola. -Prefiero morir -rechazó la desconocida-. ¿Có­mo voy a comprometer a mis bienhechores? -El cirujano de monseñor Savelli Catanzara, go­bernador de Roma, es hijo de un criado nuestro ­replicó vivamente Vanina-. Nos es muy adicto y, por su posición, no teme a nadie. Mi padre no hace justicia a su fidelidad. Voy a llamarle. -No quiero ningún cirujano -exclamó la desco­nocida con una energía que sorprendió a Vanina-. Venga a verme, y si Dios ha de llamarse a él, moriré dichosa en brazos de usted. A1 día siguiente, la desconocida estaba peor. -Si me quiere -le dijo Vanina-, al marcharse, la verá un cirujano. -Si viene, se acabó mi felicidad. -Voy a mandar a buscarle -insistió Vanina. La desconocida, sin decir nada, la detuvo, le co­gió la mano y se la besó una y otra vez. Por fin la soltó y, como quien va a la muerte, le dijo: -Tengo que hacerle una confesión. Anteayer mentí diciéndole que me llamaba Clementina : soy un desventurado carbonario... Vanina, estupefacta, retiró su silla y se levantó. -Bien me doy cuenta -prosiguió el carbonarlo­de que esta confesión me va a hacer perder el único bien que me une a la vida; pero engañarla es indigno de mí. Me llamo Pedro Missirilli y tengo diecinueve años. Mi padre es un pobre cirujano de Sant´Angelo in Vado y yo soy carbonarlo. Sorprendieron a nuestra vendita y a mí me llevaron, encadenado, de la Romaña a Roma. Allí pasé trece meses en un ca­labozo alumbrado noche y día con una lamparilla. A un alma caritativa se le ocurrió la idea de facilitarme la fuga. Me vistieron de mujer. Cuando salía de la prisión, al pasar por delante de los guardianes de la última puerta, uno de ellos se pino a echar pes...

« Esto era para Vanina una desventaja. A medianoche se difundió por el baile una noti­cia que suscitó bastante interés.

Un joven carbo­narlo que estaba detenido en el fuerte de Sant´Angelo acababa de fugarse, disfrazado, aquella noche y, con un alarde de audacia romancesca, al llegar al último cuerpo de guardia de la prisión, ha­bía atacado a los soldados con un puñal; pero re­sultó herido, los esbirros le seguían por las calles siguiendo el rastro de su sangre y se esperaba que le cogerían. Mientras contaban esta anécdota, don Livio Sa­velli, deslumbrado por las gracias y los triunfos de Vanina, con la que acababa de bailar, le decía, al acompañarla a su sitio y casi loco de amor: -Pero, por Dios, ¿quién puede conquistar su agrado? -Ese joven carbonarlo que acaba de fugarse -le contestó Vanína-.

Por lo menos, ése ha hecho algo más que tomarse el trabajo de nacer. El príncipe don Asdrúbal se acercó a su hija.

Es un hombre rico que lleva veinte arios sin hacer cuentas con su administrador, el cual le presta sus propias rentas a un interés muy alto.

Cualquiera que le encuentre en la calle le tomará por un viejo actor, sin observar que lleva en las manos cinco o seis sortijas enormes con unos diamantes gordísimos.

Sus dos hijos se hicieron jesuitas y luego murieron locos.

El padre los ha olvidado, pero le contraría mucho que su hija única, Vanina, no quiera casarse.

Tiene ya diecinueve años y rechaza partidos brillan­tísimos.

¿Por qué razón? Por la misma que tuvo Sila para abdicar: su desprecio por los romanos. Al día siguiente del baile, Vanina observó que su padre, el más negligente de los hombres y que jamás se había tomado el trabajo de coger una llave, cerra­ba con mucho cuidado la puerta de una pequeña escalera que subía a unas habitaciones situadas en el tercer piso del palacio.

Estas habitaciones tenían unas ventanas que daban a una terraza con naranjos.

Vanina fue a hacer unas visitas en Roma; al volver a casa se encontró con que la puerta principal estaba interceptada por los preparativos de una ilumina­ción, y el coche entró por los patios de atrás. Vanina miró hacia arriba y le extrañó que estuviera abierta una de las ventanas del piso que con tanto cuidado había cerrado su padre.

Se desprendió de su señora de compañía, subió a los desvanes del palacio y a fuerza. »

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